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¿Espiritualidad o vacaciones?
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Por: José Ricardo Bautista Pamplona
Editorialista
Llegó la época de Semana Santa, una celebración que nace en el segundo siglo de la era cristiana con la conmemoración del triduo sagrado de la pasión, muerte y resurrección de Jesús; sin embargo, tardaron más de 300 años para que fuera destinada una fecha especial para solemnizar el acontecimiento que marcó la humanidad, conocida como la Última Cena de Jesucristo con sus discípulos.
Investigaciones acerca de la Semana Santa definen que éste fue el último período de Cristo en la tierra, originalmente conocido como “La Gran Semana” y hoy denominada “Semana Mayor» o «Semana Santa”.
La jornada empieza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Pascua. Vivir la Semana Santa supone acompañar a Jesús con la oración, sacrificios, el arrepentimiento y según la Iglesia, lo más importante de este septenario no es recordar con tristeza lo que el Redentor padeció, sino entender el misterio de su muerte y resurrección.
Aseguran que ésta es una época para celebrar y revivir la entrega del Salvador a la muerte por amor a su pueblo y por eso la religión católica se acuerda del final de la vida terrenal de Jesucristo con la última cena, la pasión, muerte y, finalmente, su resurrección y ascenso a los cielos; todo ésto se acompaña, también, de uno de los elementos más especiales de la festividad: las procesiones.
La remembranza inicia el Domingo de Ramos con la entrada de Jesús a Jerusalén que todos elogiaron entre vivas, cantos y palmas; razón por la que los católicos participan ese día en la misa y llevan los ramos a la iglesia para que sean bendecidas.
En el Jueves Santo, por su parte, se recuerda la Última Cena del hijo de Dios en la que reunió a sus apóstoles y realizó un lavado de pies como símbolo de servicio y humildad. Fue allí cuando identificó por primera vez el Pan con su Cuerpo y el Vino con su Sangre, instituyendo el emblemático misterio de la eucaristía.
La Biblia confirma que fue en este momento cuando el Rabino dejó al descubierto que esa noche sería prendido por la traición de uno de sus discípulos, Pedro le negaría tres veces y luego moriría en la cruz. Así, al terminar la cena, se fue a orar al Huerto de los Olivos y tras mucho tiempo de plegaria lo prendieron.
El viernes se conmemora la pasión de Jesucristo, su martirio antes y durante su crucifixión hasta su muerte, porque después de traicionarle Judas con un beso, Cristo fue llevado ante Poncio Pilato, quien lo condenó a muerte por llamarse a sí mismo «Rey de los Judíos».
Viene luego el sábado santo, cuando se perpetúa el día entre la muerte y la resurrección del Señor y las imágenes se cubren; por la noche se procede a la vigilia pascual para celebrar la resurrección. La vigilia se refiere a la tarde y noche anterior a una fiesta. Así, en esta celebración, se bendice el agua y se encienden las velas como señal de recuperación de la vida eterna.
El Domingo de Resurrección o de Pascua se precisa como el día más importante y alegre para los católicos, ya que el Redentor venció a la muerte y nos dio la existencia, hecho asociado a la oportunidad de salvación que da el Padre para entrar al cielo y habitar para siempre en su compañía.
Así las cosas, y pese al surgimiento de otras corrientes religiosas diferentes al catolicismo, a la libertad de cultos establecida en las constituciones políticas de las naciones, el mundo católico sigue predominando y la conmemoración de la Semana Santa se constituye en días de reflexión, oración y diálogo interior.
Quíen no recuerda la doctrina abnegada con la que nuestras abuelas orientaron nuestros pasos por la vida cristiana, cuando nos enseñaban a tomar muy en serio estas celebraciones a tal punto que durante los días santos no se podía reír, gritar y ni siquiera barrer, porque para ellas esas fechas eran de silencio absoluto quietud, rezos y meditación.
Muchas tradiciones y creencias atadas a esta solemnidad se convirtieron en ley popular, como el hecho de no consumir carnes rojas, ya que en la concepción católica representa la manera de rendir culto y respeto a la muerte de Jesús.
A cambio de la carne está el pescado, porque es el alimento que circunda las leyendas escritas en el libro de la palabra de Dios, como aquella ocasión cuando Jesús los multiplicó para saciar el hambre del pueblo que, apostado en el prado, escuchaba con fe y atención su doctrina.
Coligado a la abundancia y la multiplicación de los panes y los peces, en las jornadas santas se participa toda clase de manjares, pero en esta oportunidad confederada a la unión familiar, al compartir, incluso, con los cercanos de la cuadra, los linajes y cercanos, pero sobre todo con aquel que no tiene la fortuna de llevar el grano a la humilde mesa de su hoguera.
Visto de esta manera, la Semana Santa es realmente un escenario de meditación, de cooperación, de rendir tributo al Creador del universo, de hacer las paces con el corazón y alimentar el espíritu de sanación, acciones que a mi modo de ver no afectan a nadie y menos contradice a quienes practican otras creencias, respetables, por cierto.
En esta avalancha de expresiones vanas en las que ha entrado la humanidad de marcas, fetichismo, moda y pasarela, de apariencias, traiciones y chantajes, de arrogancia y ambiciones, de arremetidas, insultos y violencia, de comportamientos adversos catalogados como “normales” por la humanidad para justificar lo indebido y tranzar a medias con su conciencia.
En estas épocas de desconsuelo, terrorismo y miedo, de guerras, sangre y dolor, de bombas y fusiles descontrolados, de amenazas nucleares, desigualdad y abusos, donde unos acumulan bienes y otros claman como el leproso por las migas caídas bajo la mesa.
En estas épocas cuando incluso la naturaleza se siente y se sacude como queriendo cavilar y esculcar también al interior de su entraña…
En estos días bien vale la pena hacer un alto en el camino y una pausa en medio del desaforado devenir del tiempo para edificar un inventario de actuaciones y sosegarnos sobre aquellas cosas que no las condena nadie más que la vida, esa misma que es implacable, a la que todos llegamos y de la que todos nos tenemos que despedir sin excepción de credo, creencia o religión.
Vacacionar en estos días es algo provechoso para la economía y más cuando se sale en manada a compartir otras aventuras y experiencias, cuando se participa de las muy nutridas y atractivas programaciones que ofrecen algunas ciudades y destinos donde el arte en todas sus manifestaciones se conjuga de manera precisa con la oración.
Por eso a nadie le hace mal visitar los salones de exposiciones y admirar el arte de los aplaudidos pintores y escultores, regocijarse con los majestuosos conciertos protagonizados por voces atenoradas de cadencias envolventes, saborear la gastronomía propia de cada pueblo y asistir a los espacios donde la palabra toma valor y lo estético se muestra como manjar para estimular el alma.
A nadie le afecta, y menos contradice sus creencias, alegrarse con una obra de teatro o la puesta en escena de temáticas valiosas protagonizadas por artistas lugareños, ir al templo simbolizado en los elevados muros de las catedrales o en el alto de la montaña donde, al estilo del Monte de los Olivos, se divisa el firmamento y se escucha la voz profunda de la conciencia.
En fin… llegó la Semana Santa y mientras unos empacan en las maletas los ajuares de playa brisa y mar, los elementos de acicalamientos para asistir a festines y bacanales, otros alistan su liviano equipaje y transitar hacia el interior de su ser para encontrarse con la paz, la armonía, el auto perdón, la liberación y el sosiego; travesía donde seguramente no tendrán que hacer reservaciones ni transferencias, permanecer horas atascados en trancones, dormir en el piso de los aeropuertos, pagar propina y menos facturar iva ni cover.
¡Bienvenida la Semana Santa a nuestros corazones!